Todas las tardes desde hace un mes coincido con ella en la misma cafetería.
Siempre sentada en el mismo lugar.
Nunca se han cruzado nuestras miradas pero, yo, no puedo apartar mis ojos de ella.
Desprende un aura que a mí se me asemeja a la de un ángel.
No, nunca he visto ningún ángel pero, si lo viese, debería ser como ella.
Juego a imaginar cómo le ha ido el día, en qué trabaja, si vive sola o cómo se llama.
Repito el juego cada tarde. Cada vez cambio la historia. Es como imaginar infinitos escenarios naturales pero, en todos, la misma flor perfecta presidiéndolos.
Cuando hago eso, siento como que la conozco de siempre, que es parte de mi vida.
Aunque no lo sea.
Aunque no la conozca.
Ese día sucede algo diferente. Ambos nos levantamos al mismo tiempo. Nada premeditado. Sólo la casualidad. O el maldito destino. Ella va hacia la salida y yo hacia el servicio.
El espacio entre mesas es estrecho y nos rozamos levemente con el hombro.
Mascullo una disculpa y me mira por primera vez.
Nuestros ojos se encuentran. Un segundo que se me antoja una eternidad. O igual soy yo el que quiere que no termine nunca.
Ella esboza, lo que me quiere parecer, una sonrisa y sigue su camino hacia la calle. Hacia su vida. Como si no hubiese pasado nada.
Pero ha pasado todo.
No sé por qué recuerdo esto hoy después de tantos años.
Quizás sea porque la echo de menos.
O quizás porque ese fue el momento en que me di cuenta que era el amor de mi vida (a ella le costó más tiempo).
O quizás por ambas.
Pero tiene que ser justo hoy, el día de su entierro.
El día en que ella sigue su camino hacia el otro lado. Hacia la otra vida. Como si no hubiese pasado nada.
Pero ha pasado todo.
Siempre sentada en el mismo lugar.
Nunca se han cruzado nuestras miradas pero, yo, no puedo apartar mis ojos de ella.
Desprende un aura que a mí se me asemeja a la de un ángel.
No, nunca he visto ningún ángel pero, si lo viese, debería ser como ella.
Juego a imaginar cómo le ha ido el día, en qué trabaja, si vive sola o cómo se llama.
Repito el juego cada tarde. Cada vez cambio la historia. Es como imaginar infinitos escenarios naturales pero, en todos, la misma flor perfecta presidiéndolos.
Cuando hago eso, siento como que la conozco de siempre, que es parte de mi vida.
Aunque no lo sea.
Aunque no la conozca.
Ese día sucede algo diferente. Ambos nos levantamos al mismo tiempo. Nada premeditado. Sólo la casualidad. O el maldito destino. Ella va hacia la salida y yo hacia el servicio.
El espacio entre mesas es estrecho y nos rozamos levemente con el hombro.
Mascullo una disculpa y me mira por primera vez.
Nuestros ojos se encuentran. Un segundo que se me antoja una eternidad. O igual soy yo el que quiere que no termine nunca.
Ella esboza, lo que me quiere parecer, una sonrisa y sigue su camino hacia la calle. Hacia su vida. Como si no hubiese pasado nada.
Pero ha pasado todo.
No sé por qué recuerdo esto hoy después de tantos años.
Quizás sea porque la echo de menos.
O quizás porque ese fue el momento en que me di cuenta que era el amor de mi vida (a ella le costó más tiempo).
O quizás por ambas.
Pero tiene que ser justo hoy, el día de su entierro.
El día en que ella sigue su camino hacia el otro lado. Hacia la otra vida. Como si no hubiese pasado nada.
Pero ha pasado todo.
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