lunes, 11 de mayo de 2015

Una tarde cualquiera

Caminan juntos, pero no muy juntos, casi sin mantener contacto físico el uno con el otro. Llevan toda la tarde charlando sobre esto y aquello. Compartiendo anécdotas y cotilleos. Riéndose de la vida y también, por qué no, de ellos mismos. Les encanta hacer eso.

La temperatura es agradable, ni demasiado frío ni demasiado calor. Simplemente agradable. Apenas corre el aire, nada más que lo justo, y se puede pasear plácidamente.
Tampoco hay demasiado tráfico, por lo que el sonido de los motores y los quejidos, llenos de iras y frustraciones personales, de las bocinas apenas pasan de lo normal.

Otra tarde más. Una tarde cualquiera.

Un semáforo en rojo les distrae por un momento del discurrir de su conversación.
Comienza una cuenta atrás de 60 segundos que ambos aprovechan para disfrutar de algo de silencio compartido, porque son de los que piensan que el silencio es una forma tan efectiva y divertida de pasar el rato como otra cualquiera.

Ella le coge la mano.

Y se miran.

En ese instante se produce el contacto y todo a su alrededor se desvanece. Ya no corre ni la más ligera brisa. Los conceptos de espacio y tiempo se vuelven esquivos, como si se vieran capaces de permanecer en ese estado durante toda una eternidad sin sufrir cambio alguno.
No hay más motores ni bocinas, ni siquiera existen los coches o la carretera o la gente que va de un lado para otro por la calle.

No hay 60 segundos. Ni cuenta atrás. Ni muñequito rojo en el semáforo.
Sólo son conscientes de ellos. Ya ni siquiera son dos individuos. Se saben dos partes de un mismo todo.
La fuerza que les hace mantener el contacto visual es tan intensa que ni, aunque realmente se esforzasen en ello, serían capaces de dirigir la mirada a otro punto diferente. En cualquier caso, piensan que es un esfuerzo inútil, porque no hay más realidad que la que tienen delante en esos momentos.

Además, saben que allí está todo lo que necesitan ver. Todo lo que quieren vivir. Su universo, infinito e infinitamente acogedor. Y sólo es para ellos. Y sólo es para siempre.

Pasa una eternidad. O lo que parece una eternidad en este estado intemporal. Y en esa eternidad se reconocen mutuamente. Sin decir una sola palabra. No hace falta. La información fluye de forma tan misteriosa como natural y sin la ayuda de ningún medio conductor. Aprenden todo el uno del otro. Aprenden todo de sí mismos. Es como ver una superproducción de más de tres horas en su versión extendida. Pero engancha, no cansa, y no quieren que esa película acabe jamás.

De repente, algo perturba esa proyección.

Algo choca levemente con ella. ¿O es alguien? . Definitivamente es alguien, porque oyen como se pronuncia una disculpa desganada.
El contacto se interrumpe. Regresan los sonidos que habían llegado a olvidar. Sienten el aire de nuevo en sus rostros. Miran hacia el semáforo, algo confusos al principio, como preguntándose de dónde ha salido ese objeto que antes no estaba ahí.
El tiempo vuelve a ponerse en marcha y deja de prestarles atención.
La cuenta atrás está en 2 segundos. 1 segundo. El muñequito rojo deja su puesto a otro verde.

Se sueltan la mano, atraviesan la carretera y, al llegar al otro lado, siguen hablando como lo estaban haciendo hace un minuto.
Paseando, bromeando y riendo. Disfrutando.

Otra tarde más. Una tarde cualquiera.
 

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